lunes, 24 de febrero de 2014

Historia de un Círculo y un Cuadrado

Pepe Villegas, profesor de matemáticas nos trae este relato de realciones glamurosas entre un círculo y un cuadrado. Que lo disfruten.

En la página de un libro de geometría que había firmado Comberousse se
encontraban un Cuadrado y un Círculo. Como el libro era poco consultado, los
dos se aburrían y generalmente disputaban.
-Yo soy más grande –decía el primero-, pues un círculo es un cuadrado
cuyos ángulos han sido recortados.
-Es todo lo contrario justamente –replicaba el segundo-, pues un círculo es
un cuadrado en el cual se ha soplado y así se ha hinchado.
Como no podían ponerse de acuerdo sobre la superficie, pasaron a hablar
de la belleza.
-Yo soy el símbolo de la solidez –decía el Cuadrado. –La igualdad de mis
cuatro lados y sobre todo mis ángulos, mis ángulos de ochenta grados (este
cuadrado no era muy sabio), confieren a mi figura una armonía vigorosa y
segura.
El Círculo respondía:
-En la solidez que tanto alabas, no veo sino vulgaridad. Tu vigor primario
no me seduce nada. Te considero como una medida de superficie y nada más. En
cuanto a mí, de todas las curvas soy la que mejor está hecha. Los astros
adoptaron mi contorno, los artistas siempre recurrieron a mi curvatura y los
hombres andan alrededor de mí pues, como sabes muy bien, nada conmueve
tanto su carne como el orgulloso hemisferio de un trasero o seno femenino. En lo
que se refiere a utilidad –prosiguió-, mi superioridad en este dominio es
absolutamente segura. Soy la rueda, y habría que ser loco, convendrás en ello,
para no admitir que la rueda lo es todo.
-Si no es todo, es sin embargo mucho –reconoció el Cuadrado-, pero yo
presto también algunos servicios. Soy la base, créeme, de los edificios más
durables.
El Círculo se encogió de arco.
-Tu eres estático y lo que no se mueve muere, así lo señalan las estadísticas.
Yo soy movimiento y en ese terreno soy irreemplazable. Si las ruedas de las
carretas fueran cuadradas, creo en verdad que sería difícil hacerlas avanzar.
Y así reñían durante días enteros. Nadie se atrevía a ponerlos de acuerdo;
habría sido un problema tan arduo y vano como la cuadratura del círculo.
Ahora bien, un día un niño que volvía las páginas del libro y al pasar hacía
garabatos, dibujo rostros en una y otra figura. El Cuadrado quedó convertido en
una cabeza austera y bigotuda. Al Círculo le puso cabellos y pestañas en los ojos
y le infundió un aire tan gracioso que era menester de toda evidencia pasarlo al
género femenino y que por decencia se lo llamara Circunferencia.
Fácil es adivinar lo que ocurrió después. La curva y la rigidez que antes los
había irritado durante tanto tiempo parecieron llenos de atractivos a sus sexos
opuestos. Púberes, se miraron, luego se amaron y se casaron.
Al principio todo marchó bien. Es natural. La Circunferencia se complacía
en rodar sobre todos los lados de su Cuadrado y experimentaba placer en
demorarse en los ángulos duros que le cosquilleaban su curvatura.
Pero luego la Circunferencia se cansó. Como era de cascos ligeros, no tardó
en descubrir a polígonos menos monótonos en las cercanías de la página.
Primero la sedujo el Rectángulo por su silueta espigada. Mantuvo relaciones con
él. Luego admiró la elegancia esbelta del Rombo y el perfil aguzado del
Triángulo. También se solazó con el Trapecio y con el Paralelogramo creyó que
rendía el alma.
En su rincón, el Cuadrado se aburría. Le irritaba ser cornudo. Luego,
fastidiado, se preguntó como podría reconquistar el amor y los favores de su
voluble esposa. Se puso a considerar sus rivales y, como no era tonto, llegó a la
conclusión de que era demasiado grueso.
“Demasiado grueso”, pensó, “y, por qué no confesarlo, demasiado
cuadrado.” Habría querido transformase pero sus ángulos, su ángulos de
ochenta grado, como él creía, habían sido determinados para toda la eternidad.
Como no podía deformarse, un día se le ocurrió la idea de plegarse. Lo hizo
por su diagonal y, en virtud de una trivial maniobra, se redujo a la mitad, con lo
cual se convirtió en un Triángulo Isósceles y Rectángulo. La Circunferencia,
conquistada por ese audaz artificio (por no hablar del apellido), volvió a sentir
gusto por su esposo.
De su hipotenusa la Circunferencia se hizo un diámetro e hizo cuerdas de
los lados que la estrechaban tensamente, o bien se refugiaba en el hueco de sus
bisectrices donde la abraza su tierno perímetro.
Pronto, sin por ello ser más o menos redonda, la Circunferencia se encontró
embarazada, pero no quisieron tener por hijo una figura híbrida, ni siquiera a
un pequeño polígono como aquellos grandes con los cuales ella no había tenido
reparos en tratar. Hicieron un voto que en su momento la Circunferencia diera a
luz un teorema. Y fue, en efecto, un teorema el hijo que tuvieron, un hijo grande
 y fuerte.

Lo llamaron Pitágoras.







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